jueves, 13 de marzo de 2008

Todo está perfectamente pensado e industrializado por la sociedad moderna, absolutamente todo, desde nuestras ganas de reír hasta como nuestras ganas de odiar. La sociedad moderna ha sabido (a lo largos de los últimos siglos) masificar su conocimiento, internacionalizando pensamientos y realidades imposibles de compatibilizar ni en la más ilusa utopía, por terrible que sea. La sociedad moderna ha crecido (y madurado) con la conciencia y la experiencia necesaria para creer que su poder lo es todo. La sociedad moderna no consideró nunca la posibilidad de asimilar ideas ajenas a sus ojos, no logrando ver que su “modesta” actitud de colonizar perforó ferozmente la naturalidad de las tierras e ideas nobles, y a sus creencias. La sociedad moderna se molesta si intentamos no verle los ojos (sin dejar de sentir su mano), no tolera ninguna reacción (por humilde que sea) que sea dañina a su naturalidad cada vez más mundial.
La sociedad moderna no pidió permiso cuando tuvo que mediar con intolerancias, simplemente efectivizó su criterio de realidad. La sociedad moderna no eligió tu realidad pero también cree que no la creo. Su error será él traidor.
La sociedad moderna no nos quiere dentro de ella si no somos capaces de protestar, pues reconoce (históricamente lo ha hecho) que siempre necesita desgracias para hacernos comparar. La sociedad moderna es madre y realidad.
Dentro de la clandestinidad en las más lejanas de sus sombras, alguna idea brota cada vez con más fuerza, nutriéndose del sol y creciendo a oscuras con la luna. Una idea de todos los que viven en la oscuridad, una idea que será odio, piedad.
Aquel día la sociedad moderna no sabrá otra cosa de si misma más que su verdad, nuestra verdad. La sociedad moderna nos reconocerá dentro de su alma y verá, como nunca quiso ver, que su sangre es como la nuestra. Verá que sus muertos están dentro de su placard. Verán, todos, en la sociedad moderna, que sus manos están manchadas con sangre tan propia como ajena.
Ese será el fin de la modernidad y el comiendo de una sana (y justa, sobretodo) universalidad.

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